SOBERANÍA NACIONAL
Nuestra Constitución en su
primer artículo establece: “La soberanía nacional reside en el pueblo
español, del que emanan los poderes del estado”. En esta época hemos visto
tambalearse este pilar básico de nuestro modelo democrático de Estado, por la determinación
del independentismo catalán, en su pretensión de ejercer la autodeterminación
como nación. Pero ¿qué debemos entender por soberanía nacional? ¿cuál ha sido
en perspectiva histórica el devenir de la soberanía nacional española? ¿Qué
soluciones se están planteando al conflicto catalán?
Empezaremos
por definir la soberanía, para posteriormente entrar en el concepto de la soberanía
nacional. Según la RAE soberanía es: “poder supremo e ilimitado,
tradicionalmente atribuido a la nación, al pueblo o al Estado, para establecer
su constitución y adoptar las decisiones políticas fundamentales tanto en el
ámbito interno como en el plano internacional”. El
término soberanía proviene de la voz latina “superanus”, y de la voz
francesa “souveraineté”, originalmente concebidos como “poder supremo”.
Fue un concepto útil en la transición del feudalismo al nacionalismo, en el
siglo XVI, para justificar la imposición del poder del rey francés sobre los
señores feudales rebeldes. Hoy podemos hacernos una idea de soberanía como “autoridad
suprema del poder público, sobre un territorio y sus habitantes”,
pero el concepto soberanía experimenta una evolución a lo largo de los siglos a
la par que se va configurando el pensamiento político de cada época.
Según
Bodino (1530-1596), en su obra “Los seis libros de la República” (1576),
la soberanía es el «poder absoluto y perpetuo de una República» … «el
poder supremo sobre los ciudadanos y súbditos no sometido a las leyes».
Un poder originario o delegado sin límites o condiciones, inalienable, no
sujeto a prescripción, no sujeto a leyes porque el soberano es la fuente misma
y única del derecho. Comprende la potestad de legislar sin consentimiento, la
de nombrar ministros, imponer tributos, acuñar moneda, hacer la guerra y la
paz, la potestad jurisdiccional suprema, los poderes ligados a la fidelidad y
obediencia de los súbditos y la facultad de conceder la gracia.
Para
Hobbes (1588-1679), la soberanía es un poder supremo, total, ilimitado,
perpetuo e indivisible, justificado porque, considerando la inclinación
antisocial de los hombres, la paz, la confianza mutua y los pactos solo son posibles
si los gobiernos fuertes los imponen, «Los pactos que no descansan en la
espada no son más que palabras sin fuerza para proteger al hombre de modo
alguno». (Leviatán, 1651)
John
Locke (1632-1704) situaba el origen de la soberanía en un acuerdo o pacto de la
sociedad civil para la protección de la libertad y la propiedad. «El único
modo en que alguien se priva a sí mismo de su libertad natural y se somete a
las ataduras de la sociedad civil, es mediante un acuerdo con otros hombres,
según el cual todos se unen formando una comunidad, a fin de convivir los unos
con los otros de una manera confortable, segura y pacífica, disfrutando sin
riesgo de sus propiedades respectivas y mejor protegidos frente a quienes no
forman parte de dicha comunidad». (Segundo Tratado sobre el Gobierno
Civil, 1689) Para este pensador la soberanía reside en el pueblo, así
que la voluntad popular se afirma como suprema, y la legitimidad de los
gobiernos se mide por el consentimiento mayoritario de la comunidad.
En
1762, el francés Jean-Jacques Rousseau (1712-1788), retomó la idea de soberanía,
pero con un cambio sustancial. El soberano es ahora la colectividad o pueblo, y
esta da origen al poder enajenando sus derechos a favor de la autoridad. Cada
ciudadano es soberano y súbdito al mismo tiempo, ya que contribuye tanto a
crear la autoridad y a formar parte de ella, como por otro lado es súbdito de
esa misma autoridad y se obliga a obedecerla. Según Rousseau, todos serían
libres e iguales, nadie obedecería o sería mandado por un individuo, sino que
sería la voluntad general la que tendría el poder soberano. Es esta voluntad la
que señala lo correcto y verdadero, y las minorías deberían acatarlo de
conformidad con la voluntad colectiva. Esta concepción, que en parte da origen
a la revolución francesa e influye en la aparición de la democracia moderna,
permitió múltiples abusos, ya que en nombre de la voluntad del pueblo se
asesinó y destruyó, generando actitudes irresponsables y el atropello a los
derechos de las minorías.
Frente
a estas ideas, el abate Sieyès (1748-1836) postuló que la soberanía radica en
la nación y no en el pueblo, o sea que la autoridad no obra solo tomando en
cuenta el sentimiento mayoritario coyuntural de un pueblo, que puede ser objeto
de influencias o pasiones, sino que además tiene en cuenta el legado histórico
y cultural de esa nación, y los valores y principios bajo los cuales se ha
fundado. El concepto de nación contemplaría a todos los habitantes de un
territorio, sin exclusiones ni discriminaciones. De Rousseau nace el concepto
de soberanía popular, mientras que del abate Sieyès nace el de soberanía
nacional.
Posteriormente
Jellinek (1851-1911) postuló que la soberanía es una característica del poder
de un Estado, en virtud de la cual corresponde exclusivamente a éste la
capacidad de determinarse jurídicamente y de obligarse a sí mismo. El poder
soberano es el poder jurídico del Estado, de tal forma que este aparece
obligado respecto del Derecho.
La
soberanía nacional es un concepto que le da todo el poder de la nación a los
ciudadanos. Estos dejan constancia en la Constitución de que le ceden el poder
al Estado, y el rey se convierte en un mero representante ideológico surgido de
la teoría política liberal del S. XVIII. Este concepto hace pertenecer la
soberanía a la nación, una entidad abstracta y única, vinculada a un
territorio, al que pertenecen los ciudadanos, y se define como superior a los
individuos que la componen. El mismo concepto de ciudadano, sujeto de derechos,
en igualdad con los demás miembros de la nación, y no súbdito, está asociado al
principio de soberanía nacional. En la teoría clásica, esto se traduce en un
régimen de gobierno representativo, porque la nación no puede gobernarse a sí
misma directamente, ya que es imposible reunir de hecho a la "nación
entera”.
El
primer periodo histórico de nuestro país en el que se estableció la
soberanía nacional tuvo lugar entre 1812 y 1814, durante la invasión francesa,
por mandato constitucional. “La Pepa”, fue aprobada por las Cortes de Cádiz cercadas
por el ejército francés de Napoleón, y supuso el inicio de la revolución
liberal en España. Por primera vez se sustrae la soberanía al rey para
entregársela a la nación, bajo el influjo de los principios de la Ilustración,
y la influencia de las revoluciones norteamericana y francesa del siglo XVIII.
Aunque dadas las circunstancias, apenas pudo ponerse en práctica. En su
discurso preliminar sostiene: «La soberanía de la Nación está reconocida y
proclamada del modo más auténtico y solemne en las leyes fundamentales de este
código». Y el artículo 3 estableció que «la soberanía reside
esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a esta exclusivamente el
derecho de establecer sus leyes fundamentales».
Con
la expulsión de Napoleón, en 1814, retornó Fernando VII, “el deseado”, que para
desilusión de los liberales que lo aclamaban, puso fin al camino iniciado en
Cádiz, reinstaurando la monarquía absoluta y represaliando a aquellos. Pero
tras el pronunciamiento del coronel Riego, en el trienio liberal, entre 1820 y
1823, España vuelve a gozar de la soberanía nacional, porque se volvió a
proclamar la Constitución de 1812. Este periodo tuvo fin con la derrota de los
liberales y la vuelta de Fernando VII, gracias al apoyo de las potencias
absolutistas europeas y a la decisiva intervención de los 100.000 hijos de San
Luis. Hasta el reinado de Isabel II, su hija, no volvieron los españoles a
disfrutar de la soberanía nacional. Previamente la Regente María Cristina buscó
el apoyo de los liberales para la lucha por el trono en favor de su hija contra
los
carlistas, favorables al infante Don Carlos. Para ello la reina regente aprobó
el Estatuto Real en 1834, carta otorgada que no contemplaba la soberanía
nacional, pero supuso una concesión del poder real para contentar y atraerse a
la causa liberal.
Con
Isabel como reina de España y con los liberales escindidos entre moderados y
progresistas, se aprobó la Constitución de 1837. Los progresistas consiguieron
aprobar el citado texto bajo su ideario, contemplando en su articulado,
nuevamente, la soberanía nacional. Los moderados no tardaron en alcanzar el
poder bajo el auspicio de la reina, y aprobaron la Constitución de 1845,
eliminando la soberanía nacional de los principios constitucionales españoles.
En
1868 se inició la “Revolución Gloriosa” con el pronunciamiento de Prim, Topete
y Serrano en Cádiz, y que, con el triunfo sobre las tropas isabelinas en la
batalla de Alcolea, en Córdoba, obligó a la reina a exiliarse a Francia. A continuación,
se instauró un sistema liberal, que entregó la soberanía a la nación y la
corona a un rey extranjero, Amadeo I de Saboya. En el texto constitucional del 1969 se
estableció que “La soberanía reside esencialmente en la Nación, de la cual
emanan todos los poderes”.
Con
la renuncia a la corona de Amadeo, en 1873, fue proclamada por las Cortes la
Primera República, que no llegaría a tener Constitución propia. Diferencias en
la forma de construir la república, “desde abajo” según republicanos federales,
o “desde arriba” según los unitarios, hicieron imposible la aprobación del
proyecto constitucional de 1873. Finalmente, el golpe de estado del general
Pavía acabó con la República y se instauró una dictadura comandada por el
general Serrano hasta la vuelta de los borbones, en el año 1876, materializada en
la persona de Alfonso XII y de la mano de Antonio Cánovas del Castillo.
Alfonso
XII fue proclamado rey por el general Martinez Campos, y no encontró oposición
gracias al trabajo previo de Cánovas para ganar adeptos a su causa. España
permaneció en un limbo constitucional durante año y medio porque la
Constitución de 1869 se encontraba suspendida desde la asonada de Pavía. Los
moderados pretendían restablecer la Constitución de 1845, pero Cánovas se negó,
porque, aunque aceptaba el principio doctrinario de la soberanía compartida,
quería tender puentes y conservar las conquistas políticas del 69. Fue
necesario aprobar una nueva Constitución, la del 1876, y se impuso el criterio
moderado. Se reconoció la soberanía compartida por las Cortes y el Rey. A
partir de aquel momento se estableció la alternancia en el gobierno de los dos
partidos dinásticos, el Partido Conservador de Cánovas, y el Partido Liberal de
Sagasta, con un papel moderador y armonizador del rey, que decidía cuando se
había de producir ese relevo en el poder. El turnismo no era un sistema
democrático ya que se decidía previamente el “encasillado” de los diputados que
debían salir elegidos en los distritos mediante unas elecciones caracterizadas
por el caciquismo y el fraude. El turno de partidos continuó con la regencia de
María Cristina de Habsburgo y el posterior reinado de Alfonso XIII, a partir de
1902. La Constitución 1876 fue suspendida durante la dictadura de Primo de
Rivera y la soberanía nacional hubo de esperar a la II República.
El
9 de diciembre del 1931 se aprobó en Cortes una Constitución republicana y de
izquierdas que garantizaba la soberanía popular. El Pueblo era soberano
y de él emanaban todos los poderes. Las fuerzas conservadoras y monárquicas
quedaron fuera de la elaboración de este texto, y la amplia mayoría de
izquierdas en las Cortes garantizó en el debate constituyente este principio de
soberanía. Pero estalló la Guerra Civil en 1936, y la dictadura de Franco
sustrajo la soberanía al pueblo español hasta su muerte en 1975. Tras un
difícil consenso entre las fuerzas políticas que provenían del franquismo y la
oposición democrática al régimen, se logró aprobar en diciembre nuestra vigente
Constitución de 1978, cuyo primer artículo establece: “La soberanía nacional
reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del estado”.
En referencia
al conflicto catalán, tal como establece nuestra vigente Carta Magna, sería imposible
constitucionalmente hablando, que una parte de la nación decida sobre su
autodeterminación sin contar con el resto de los ciudadanos españoles. Ahora
bien, existen propuestas desde el ámbito político e intelectual para encajar en
nuestra realidad estatal el sentimiento nacionalista de estos territorios, dentro
de las posibilidades que ofrece el texto constitucional y respetando las normas
del juego democrático, para evitar de este modo una ruptura con peligrosas consecuencias.
Pero también se postula otra alternativa más valiente, esa que nadie quiere
mencionar, la reforma constitucional siguiendo el procedimiento agravado del
artículo 168 de la propia norma suprema, algo a lo que nuestra clase política
le tiene pánico pero que no tiene que ser algo negativo necesariamente, y que
contaría en todo caso con la aprobación de la nación española mediante
referéndum, es decir, que serían los españoles en su conjunto los que tendrían
la última palabra.
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