El papel político de la Iglesia Católica en la España Contemporánea

         


        

                    A principios del S.XIX, durante la invasión francesa, la Iglesia católica española consideró un peligro para la religión la influencia secularizadora proveniente de Francia. El bajo clero fue un importante agente movilizador en la “cruzada” contra la invasión, los curas y monjes formaron parte de las juntas locales revolucionarias, y un tercio de los diputados de las Cortes de Cádiz fueron eclesiásticos, como el sacerdote liberal Diego Muñoz-Torreno. La constitución de 1812, quizás por esta presencia eclesiástica en las Cortes, estableció la religión católica, apostólica y romana como única verdadera, y prohibió el ejercicio de cualquier otra. Pero, por otro lado, las Cortes gaditanas llevaron a cabo la amortización de las propiedades jesuitas, de los conventos y monasterios extinguidos durante la guerra, y de las propiedades de la Inquisición, en su afán de obtener fondos para financiar la guerra contra los invasores.

            Fernando VII, en 1814, una vez en el trono tras la expulsión de Napoleón, suspendió la Constitución y reimplantó un régimen absolutista. Anuló las amortizaciones y devolvió los bienes a la Iglesia. En el trienio liberal, entre 1820 y 1823, un sector de la Iglesia se enfrentó al liberalismo desde los púlpitos, alentando a la guerra santa contra los liberales en el poder, combatiendo la expulsión de los jesuitas, el cierre de conventos y la desamortización, nuevamente puesta en práctica por estos mediante la Ley de Reforma del Clero Regular. Posteriormente, Fernando VII volvió a reinar en 1823, con ayuda de las potencias europeas absolutistas, Francia principalmente, deshaciendo nuevamente las “ofensas a la iglesia” llevadas a cabo por los liberales.

            A la muerte del rey en 1833, comenzó la primera Guerra Carlista por la sucesión al trono, entre los liberales, que apoyaron a la reina Isabel II, y los carlistas, partidarios del hermano del difunto monarca, el infante don Carlos. El conflicto duró hasta 1840. El alto clero y el obispado apoyaron por conveniencia a la regente María Cristina de Nápoles, viuda de Fernando VII y madre de Isabel, pero el bajo clero y los sacerdotes del mundo rural, más próximos al tradicionalismo y las ideas absolutistas, respaldaron a Carlos. En este periodo, el gobierno de la regencia, con Mendizábal, primero como presidente del consejo, y posteriormente como ministro de Hacienda, volvió nuevamente a desamortizar los bienes de la Iglesia para financiar la guerra y someter esta al poder civil. A partir de esta desamortización el clero dejó de recibir recursos propios, como el diezmo, y pasó depender del Estado, que destinaría parte de su presupuesto a “dotación de clero y culto”.



            A partir de 1845, la Iglesia tuvo gran influencia en las decisiones de gobierno de la reina Isabel por la presencia en su camarilla de religiosos, como sor Patrocinio y el padre Claret, que alentaron la deriva de la reina hacia posturas más conservadoras, marginando en el acceso al poder al Partido Progresista. En estos años se firmó el Concordato con la Santa Sede de 1851. Las consecuencias de esta influencia fueron negativas para la estabilidad de su reinado, pues los progresistas, vetados en el gobierno por la reina, se conjuraron en la ciudad belga de Ostende en 1866 para su derrocamiento.

            Durante el sexenio democrático entre 1868 y 1874, tras la expulsión de Isabel II, con la aprobación de la Constitución democrática de 1869 la Iglesia perdió la influencia sobre el Estado, se estableció la plena libertad de cultos, se expulsó a los jesuitas, se incautaron sus bienes culturales, archivos y bibliotecas, y se obligó al clero a jurar la Constitución. También se estableció la libertad de enseñanza privada, quitando a la Iglesia católica toda capacidad de influencia en la instrucción de los ciudadanos. La monarquía de Amadeo I encontró firmes detractores en la iglesia y los católicos por ser el hijo del rey Víctor Manuel de Italia, que había acabado con los Estados Pontificios.

            Tras la restauración borbónica de Alfonso XII en el trono, en 1875, Cánovas aceptó las presiones del partido moderado, restableciendo el Concordato de 1851, suspendido durante el sexenio democrático. La Iglesia recuperó sus bienes culturales, el matrimonio civil fue derogado, y el Estado aseguró nuevamente los gastos de culto y clero. Se restableció su presencia en los centros educativos, prohibiéndose toda enseñanza contraria al dogma católico. Intelectuales como Giner de los Ríos y Salmerón fueron separados de la universidad y fundaron en 1876 la Institución Libre de Enseñanza para la promoción de la ciencia y la cultura fuera de la influencia católica. En la década de 1880 la iglesia recuperó el poder y el control social perdido durante la revolución democrática del 68, aprovechando la falta de un sistema educativo, utilizó su dominio en la enseñanza secundaria y universitaria para combatir ideológicamente la secularización de la nación.

            En 1910, durante el reinado de Alfonso XIII, la Iglesia fue de nuevo protagonista en la política española. Un proyecto de Ley del presidente Canalejas, la “ley del candado”, que pretendía limitar la creación de nuevas órdenes religiosas en el país, fue objeto de debate en el Congreso ante su rechazo por los carlistas y otros partidos ultracatólicos, y la falta de apoyo de sectores del propio Partido Liberal. El proyecto también fue rechazado por la prensa y asociaciones vinculadas al catolicismo, como la Asociación Católica de Propagandistas. Finalmente, la ley se aprobó, y tuvo una vida de dos años debido a una cláusula introducida en la misma para contentar a los detractores dentro del Partido Liberal. En el fondo del debate estaba la intención de Canalejas de desvincular Iglesia y Estado “amistosamente”, mediante la negociación, pero su política encontró la oposición papal, motivo por el que el presidente se propuso restarle peso en la sociedad española mediante la limitación del número de órdenes religiosas.

Durante la II República la Iglesia se posicionó por la reforma constitucional desde incluso antes de la aprobación del texto definitivo. La polémica surgió con el debate de la cuestión religiosa en las Cortes Constituyentes, ya que el proyecto de Constitución recogió la prohibición del ejercicio de la industria, el comercio y la enseñanza por las órdenes religiosas, establecía la posibilidad de incautación de sus bienes, y la disolución de los jesuitas. Además, se aprobó el divorcio, y el matrimonio civil, así como la secularización de los cementerios. Los obispos rechazaron la Carta Magna y se produjo la protesta del Vaticano. Desde la Curia española se impulsó un movimiento político católico para procurar la unión de todos los católicos frente a la política religiosa del gobierno republicano, que fue liderado por José María Gil Robles, de Acción Popular, y que resultó finalmente en la coalición de la CEDA, que obtuvo el triunfo electoral de las derechas en 1933.

Tras la victoria en las urnas del Frente Popular, en 1936, se produjo una ola de violencia, de enfrentamientos y asesinatos entre las juventudes socialistas y los miembros de falange, que culminó con el asesinato de Calvo Sotelo, líder del partido monárquico. Esta situación sirvió de excusa para el levantamiento militar de julio del 1936 contra la República. La Iglesia católica apoyó al bando nacional desde los comienzos de la guerra civil, definiendo el movimiento de los sublevados como una “cruzada por la fe”, en contra del ateísmo y la “barbarie de los rojos”. El episcopado bajo la dirección de cardenal Isidro Gomá, arzobispo de Toledo y primado de España, pidió la adhesión de los católicos a los “nacionales” y legitimó el golpe de estado.

La dictadura de Franco protegió a la Iglesia católica y le devolvió todos sus privilegios. Los partidos católicos se integraron en el Movimiento Nacional. En junio de 1944 se firmó un convenio con el Vaticano que otorgaba a Franco el derecho de presentación de obispos, y el gobierno se comprometió con el concordato de 1851. La católica apostólica y romana sería a partir de ese momento la única religión de la nación, y la instrucción, pública y privada, debía ser conforme a su doctrina.



A partir de 1945, en un intento del régimen franquista por mejorar las relaciones internacionales, principalmente con Estados Unidos, Franco trató de transformar la imagen de un Estado fascista, nada conveniente en puertas de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, a un Estado católico y anticomunista. España se declaró nuevamente como país neutral, se redujeron los intercambios comerciales con Alemania, se cerraron los consulados nazis, y la División Azul comenzó su retorno a casa. En este cambio el dictador aumentó el poder de la Iglesia, un poder superior incluso al detentado durante la monarquía. Al terminar la Segunda Guerra Mundial la Iglesia católica entró en el gobierno de Franco con miembros de Acción Católica, que, aunque no era un partido político, preparaba a sus miembros para desempeñar funciones políticas. Son los años del nacionalcatolicismo y la firma del Concordato de 1953.

A partir de 1956 se produjo otro cambio en el gobierno de Franco como consecuencia de una revuelta universitaria, y fue en este momento cuando entró en primer plano otra familia católica. Se forma un gobierno de tecnócratas cuya principal figura es Carrero Blanco, que ya estaba en el gobierno anteriormente, y ministros provenientes del Opus Dei, instituto secular más desvinculado de la jerarquía eclesiástica que la CEDA, y Acción Católica. Los nuevos ministros tuvieron como objetivos la culminación de la institucionalización del Estado, un estado autoritario con una administración racionalizada y eficiente, y la apertura económica del país.



Pero en la década de los 60, a partir del Concilio Vaticano II, la jerarquía eclesiástica comenzó a desvincularse de la dictadura, y Acción Católica se convirtió en cantera de la oposición al régimen. Mientras el Opus Dei siguió fiel al dictador, una nueva Iglesia, frente al nacionalcatolicismo tradicional del régimen, se planteó su propia autocrítica por el apoyo al golpe y la dictadura que lo sucedió, y el papa Pablo VI exigió a Franco la devolución del derecho de presentación de obispos. En esta época surgió la figura de los “curas obreros”, sacerdotes implicados políticamente por la mejora de las condiciones sociales y laborales, que ejercieron funciones de sindicalistas en muchos casos.

En los 70 se produjo la ruptura definitiva de la jerarquía eclesiástica con el dictador. En estos años fue nombrado presidente de la Conferencia Episcopal el cardenal Tarancón, representante de un sector de la Iglesia con un nuevo discurso que apostaba por la reconciliación de los españoles. También tuvo lugar una crisis, como consecuencia de la homilía del obispo de Bilbao, Antonio Añoveros, en la que defendió la identidad cultural vasca y pidió el reconocimiento de los derechos de las regiones, lo que provocó un duro enfrentamiento con el régimen que casi le cuesta la expulsión del país, de no ser por el apoyo e intervención papal del Vaticano, que amenazó a Franco con la excomunión, provocando la marcha atrás del gobierno de Arias Navarro en su intención inicial.

            Durante la Transición, la Iglesia apoyó el proceso democratizador. En julio de 1976 la Conferencia Episcopal envió un mensaje a la sociedad española titulado “Orientaciones cristianas sobre participación política y social” con la pretensión de que los católicos españoles participasen a favor del citado proceso y de la modernización política, disponiéndoseles a asumir su responsabilidad en el cambio político. Se muestra, ahora, una nueva imagen del catolicismo español. Se ha pasó de la colaboración y el reconocimiento moral hacia el Régimen, a la oposición, motivada por la preocupación por los problemas sociales de su tiempo, con la sensibilidad del Vaticano II y el impulso personal de Pablo VI. “De la Iglesia de cruzada y triunfalista se pasó a una Iglesia de la contestación, para desembocar en la Iglesia reconciliadora, en cuya forma colaboró un gran sector del clero” (Cárcel Ortí, 2003).



Y así llegamos a la primera década del 2000. La Iglesia católica se opuso a la Ley 13/2005 de reforma el Código Civil en lo concerniente al derecho a contraer matrimonio, considerándola un ataque a esta institución cristiana. Otras asociaciones también expresaron su preocupación sobre la posibilidad de que las personas homosexuales pudieran adoptar menores. Tras su aprobación, el Partido Popular presentó un recurso contra la ley en el Tribunal Constitucional, que se resolvió el 6 de noviembre de 2012, siete años después de su tramitación, a favor de la constitucionalidad del matrimonio homosexual. En junio de 2005 tuvo lugar en Madrid una multitudinaria manifestación convocada por el “Foro de la Familia”. Esta manifestación fue apoyada por la Iglesia católica española, contando con la asistencia de dieciocho obispos y el cardenal Antonio María Rouco Varela, arzobispo de Madrid y expresidente de la Conferencia Episcopal Española.

La Conferencia Episcopal entró también en conflicto con el Gobierno de Zapatero por la Educación para la Ciudadanía, asignatura que introduce la Ley Orgánica de Educación (LOE), en 2006, y que pretendía fomentar valores ciudadanos y constitucionales entre los estudiantes: igualdad entre mujeres y hombres, respeto a la diversidad, incluida la sexual, y rechazo al racismo y la xenofobia. Para la jerarquía católica, el Estado pretende "imponer" la formación moral, lo que supone un "atentado a la libertad” que es "incompatible con la fe cristiana”. El cardenal arzobispo de Toledo, Antonio Cañizares se pronunció diciendo que "Los padres deberán recurrir a todos los medios legítimos a su alcance" para evitarlo, e instó a la objeción de conciencia "frente a una violación de los derechos humanos fundamentales". El presidente del Gobierno de entonces respondió que "Ninguna fe puede oponerse a la soberanía popular, que reside en el Parlamento, ni a las leyes que de la misma dimanan” (Zapatero, julio 2007).



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